domingo, 2 de junio de 2013

La sonrisa de una oruga

Entre mis torpes manos cogí una pequeña oruga. Lenta, torpe y regordeta; verde como la hierba que la rodea, suave y sedosa al tacto cual vestido de princesa. Bajo al nivel del suelo para que pueda volver a su hogar, pero no lo hace. Soplo sobre mi palma para espantarla, pero es inútil. Y en sus ojos de insecto una mirada profunda como de súplica, clavándose en los míos. Yo, en otro tiempo vanagloriándome de mi condición humana, ahora quiebro la oxidada armadura de mi corazón ante este pequeño ser.

Tan bello como efímero, tan verde como un brote joven, tan suave como la bruma si se pudiera tocar. Viene conmigo, a mi casa, recostada entre mis dedos. Podría pulular libremente por mi habitación, pero ella sólo me observa. Con esos ojos, profundos y simplones, de color negro azabache. Me produce tal empatía mi pequeña amiga que comienzo a contarle historias, hablando por lo bajo, como secretos que sólo se oirán entre nosotros dos. Y creo alucinar: Asomando en el borde de uno de sus diminutos ocelos se halla una gotita; lo que para otro sería una casualidad, una gota de agua caída de cualquier lado, en mis retinas se refleja como una lágrima.

La pequeña oruga comienza a contorsionarse con una cadencia mágica, que parece hipnotizarme. Quedo semiconsciente, soñoliento, embobado por su baile. Finalmente el sueño gana la batalla y caigo rendido. En mi sueño ella puede hablar, la oruguita que suavemente acariciaba mi mano me dice cosas; me explica que no es cualquier oruga, sino que tiene un poder mágico. Que ha sacrificado mucho, sólo para venir a estar conmigo. Que ella sabe quien soy yo, aunque yo a ella no la conozca.

Me cuenta viejas leyendas de otro tiempo, en que ella era distinta. En que el mundo era diferente. Cuando todo era más sencillo, se vivía más despacio, las personas eran más humildes... Y ella reinaba. Soberana absoluta de todo lo que podía ver, de todo cuanto abarcaba el horizonte. Una emperatriz que irónicamente vivía encerrada en un claustrofóbico y absurdamente pulcro palacio. Una deidad en la tierra, un ser adorado por todos, pero tan solitario como una pluma de gaviota arrastrada mar adentro. Sin conocer nada, sin hablar con nadie... Sólo manteniendo la imagen de la absoluta divinidad que le atribuían.

Soledad absoluta, más agravada si cabe por estar rodeada continuamente de personas, de sirvientes, que la veían como una extraña. Con miedo, con temor como los fanáticos de un dios.
Tan sólo había unos ojos sinceros, que la desnudaban de todas sus banales filigranas: La pequeña oruga que encontró en el jardín; sus ojos, negros y profundos como oscuros pozos la vieron tal como era, la supieron despojar de una imagen de dios forzada sobre un mero ser. En secreto acudía cada día al jardín para encontrar a su pequeña amiga, que volvía a verla con su involuntaria sinceridad. 

caminaba por su piel siendo con mucho la única criatura que conocería las suaves dunas de su piel, y la única que le daría a conocer las cosquillas, el tacto, la calidez del contacto con otro ser...

Por alguna razón aquella oruga era un caso especial, y no murió en poco tiempo ni se convirtió en mariposa. La emperatriz guardaba con recelo la relación con su pequeña amiga, siendo el único aliento que daba calor a su olvidado corazón.

Pero un día...

Segaron el jardín.
Lo cortaron todo.
Quitaron las flores.
Cortaron la hierba.
Lo aplastaron todo.
La emperatriz sintió cómo se rasgaba su alma en tiras, como si metieran su corazón en una trituradora de papel. Y por el otro lado salía la imagen de ella... desamparada, desesperada, mirando al cielo, esperando que una lluvia torrencial arrastrara el mundo lejos donde no alcanzara su conciencia.

Ella desapareció. Y nunca más se supo de su paradero; hoy viene aquí la pequeña oruga y busca mi calor como desesperada. ¿Por qué yo? ¿Le serviría cualquiera? ¿Acaso fue una casualidad?
Mientras me pregunto esto ella trepa por mi brazo, hasta llegar a mi hombro. Entonces me susurra al oído: "Fuiste tú..." Algo hace un clic en mi cabeza, como algo que se desbloqueó, algo que no quería recordar.

Fui yo, y nadie más que yo, el que cortó la hierba ese día, el que aplastó todos y cada uno de los sueños de la joven emperatriz. Sí, a eso ha venido, a reprenderme... 
No. No ha venido a eso. Sino a unirse a mí, a redimir mi culpa y curar su eterno sufrimiento. Nos fundimos en uno víctima y verdugo, principio y fin, causa y efecto. Mi emperatriz eligió permanecer conmigo en esta vida. Yo, a cambio, la usaré como mero pretexto para expiar mi culpa y buscar su felicidad. ¿Crees que una oruga no puede sonreír? Te aseguro que lo hará... tan seguro como que nunca segaré mi jardín.
 
Creative Commons License
La sonrisa de una oruga by Ignacio García Pérez is licensed under a Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 Unported License.
Free counter and web stats