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Pasó la tarde y se ponía el sol, y Hime se marchó a casa. Yo la acompañé hasta la mitad del camino, como era habitual. Aquella noche no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido a la salida del colegio, y sobre todo en las imágenes que irrumpieron en mi mente mientras la curaba.
Pasó la tarde y se ponía el sol, y Hime se marchó a casa. Yo la acompañé hasta la mitad del camino, como era habitual. Aquella noche no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido a la salida del colegio, y sobre todo en las imágenes que irrumpieron en mi mente mientras la curaba.
Sabía
que todo iba a cambiar. Me sentía como un niño pequeño (más
pequeño todavía) jugando en el borde de un precipicio, siempre
despreocupado. Pero notaba que los hechos de ese día me empujaban
irremediablemente hacia el borde. Daba miedo. De verdad, daba mucho
miedo. Pero la imagen de mi Hime con su vida destrozada... eso sí
que daba miedo. Así, entre pensamientos pasé la noche, dando
vueltas en la cama, con lo que apenas dormí.
Amaneció
al día siguiente: cortina abierta de par en par, persiana levantada;
la luz del sol caldeaba mi rostro, y sabía lo que venía. <<Si
pongo un pie fuera de esta cama ya no me podré echar atrás. Vamos,
cobarde. Si tienes miedo no te levantes>>. Un mar de preguntas
retóricas en mi cabeza, ya respondidas en sueños. <<¿Es que
acaso cabe un instante para dudar?>>
Firmemente
me levanté, me duché y me vestí. Tomé el desayuno como siempre y
me dirigí al colegio. Al coger el picaporte de la puerta lo hice
temblar, dejando ver mi nerviosismo. “¿Sucede algo, señorito?
¿Hay algo que no está bien?” Yo no respondí, sólo miré a mi
sirviente. Él pareció comprender algo, pues nada más ver mis ojos
dijo “hágalo bien, señorito”.
Como
ya era costumbre me encontré con mi Hime antes de llegar al colegio.
“¡Buenos días!” Fue ver su rostro sonriente, y escuchar su voz,
y me dio la impresión de que mis dudas y temores eran abrumados por
ellos.
“¿Qué
tal están tus heridas?”
“Ya
me duelen menos, pero todavía se están curando.”
“Juju,
¿conque sí? Entonces no te preocupes, no en vano me llaman 'Kotaro
el carnicero'...” Hice ademán de sacar algo de mi cazadora, ante
lo cual su rostro se tornó graciosamente pálido. “¡Jaja! Era
broma jajaja!”
Una
linda expresión de enojo infló sus papos, lo que ya eliminó todo
ápice de duda de mi corazón, suponiendo que aún quedara algo.
“¡Jo! ¡Eres malo!”
“Lo
siento, lo siento. Es verdad, soy un poco gamberro.” No había nada
más para mí, simplemente debía proteger eso que me daba la vida.
Llegamos
a la verja de la entrada, abierta de par en par como siempre. Según
entrábamos recordaba claramente lo que pasó el día anterior y mi
corazón golpeaba duramente en mi pecho. Y justamente como me temía,
allí estaban ellos, los mismos de ayer, mirándonos con la misma
sonrisa. Con un nudo en mi garganta la conversación se interrumpió,
y de pronto el patético sentimiento olvidado volvió a mí.
Pasamos
en silencio, yo mirando al suelo y ella ¡mirándoles a los ojos! Me
dio la mano y tiró de mí, haciéndome sentir como un niño pequeño
e indefenso.
Tras
el mal trago seguimos hablando, aunque el ambiente era pesado.
Estábamos abocados a ser el blanco de los abusones, aquello era
inevitable. Entramos en el viejo edificio escolar y llegamos a clase
poco antes de sonar la campana.
Durante
las primeras clases no dejaba de temblarme el pulso, y mis piernas se
movían inquietas como si estuvieran vivas. “Kotaro, por favor,
continúa leyendo”. Estaba tan ensimismado que ni siquiera escuché
el llamado de la profesora.
“¡Kotaro!” Los niños se rieron.
“¡Permanece atento! Comienza en la página 35, cuarto párrafo.”
Leí nerviosamente, tartamudeando un poco. Los niños cuchicheaban
mientras mi hime me miraba preocupada.
Llegó
la hora del almuerzo, y fui a la mesa de Hime a comer el bocadillo.
Mi inquietud era tan evidente que al desenvolver el papel de aluminio
casi lo dejé caer. Hime lo cogió hábilmente al vuelo y me lo dio
de vuelta; al hacerlo sostuvo mi mano.
“Sé
que es difícil, y que tienes miedo, pero no te preocupes. Yo te
protegeré. Voy a estar contigo pase lo que pase.” Sus palabras
eran cálidas como el sol en una mañana de los primeros días de la
privavera. Mis pupilas se encogieron como cabezas de alfiler y
recordé las imágenes que todavía flotaban en mi mente. <<Es
cierto. Tengo que proteger lo único que tengo, aún si me cuesta un
alto precio>>.
Como
si sus palabras fueran un antídoto me calmé.
Continuamos
conversando alegremente mientras comíamos nuestros bocadillos con
voracidad.
Las
siguientes horas se me pasaron rápido, ya más calmado. Era la
última clase, y quedaba una media hora para el toque de la campana.
Estaba prestando atención al profesor, cuando (como hacía
continuamente) giré mi cabeza hacia Hime. Ella estaba también
concentrada en la pizarra (o eso hacía parecer, al menos), pero las
piernas le estaban temblando, y su rostro estaba más pálido de lo
normal.
Había
podido fingir que no tenía miedo hasta ahora, pero incluso ella
tenía un límite. Estaba claro que había estado actuando por mí,
para darme seguridad. Y le podía estar agradecido. ¿Qué habría
sido de mí si ella hubiera mostrado signos de temor?
Entre
la atención a la clase y mis pensamientos llegó el fatídico
sonido. La campana retumbó en mis adentros como si me estuvieran
taladrando los oídos. Ella dio un respingo en su asiento. Poco
después me dedicó una mirada y pareció que de repente dejaba de
temblar. Calmadamente se levantó y caminó hasta mi mesa, sin
apartar los ojos de mí.
Al
llegar me tendió la mano. Y una sonrisa tensa invadió su inocente
rostro. “¿Qué dices, Kota, vamos a casa...?” Incapaz de hacer
nada más, sólo asentí y tímidamente cogí su mano. A duras penas
podía imaginar el horror que Hime estaba sintiendo, mientras lo
ocultaba por mí. Ella era 'la decidida', de modo que siempre acababa
tirando de mí para lo que fuera.
Mientras
me remolcaba a lo largo de los pasillos mi mundo se hizo pequeño y
cerrado, como si su mano fuera mi única conexión con el exterior.
Mis ojos entornados, mi respiración lenta como si estuviera
aletargado. Mis manos estaban heladas. Mi cuerpo parecía ajeno. A
pesar de la situación, en pocos momentos de mi vida me había
sentido tan calmado. Y en mi mente abstraída tan sólo una oración:
<<por favor, quiero valor para defenderla... por favor...>>
Aún
así era consciente de que le temblaba ligeramente la mano.
Rápidamente llegamos a la verja de la salida. <<Bien. No hay
nadie. Estamos salvados>>. Hime dio un suspiro de alivio, pero
mi estado no cambiaría así de fácil. Doblamos la esquina
sonriendo, cuando ¡paf! Algo delante de ella la empujó y cayó al
suelo. Nos habían estado esperando. Eran los cinco de la última
vez. Mis peores temores se estaban volviendo realidad.
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